Hizo la colimba en Comodoro Rivadavia, en el regimiento 8 “General O’Higgins”, desde enero de 1982.
Durante un mes los entrenaron de día, pero luego la instrucción era también de noche. En esos días dormían sólo dos horas. Después de cenar los volvían a sacar para la sierra, hasta las cuatro de la madrugada. Dormían hasta las 6 y volvían a comenzar.
El 8 de abril los llevaron en avión a las islas. Un día antes les informaron que estaban en “alerta’. Ellos creyeron que quizá había que ir a pelear contra Chile, pero luego les dijeron que era contra Inglaterra. En el avión los soldados iban sentados en el suelo, unos apoyados en el otro, para ocupar menos espacio y lograr que cupieran muchos.
Félix llegó a las islas un jueves santo. A él lo criaron con que el viernes santo no se debía comer carne. ¡Y allí tuvo que comer carne ese día sagrado! Desde el Puerto Argentino los trasladaron en helicóptero a Bahía Zorro.
Primero fueron a un galpón de los ingleses que residían en las islas, luego debieron cavar pozos, para quedarse ahí. Muchos muchachos no poseían el entrenamiento que él tenía por haber vivido siempre en el campo. A la hora de cavar esos pozos se veía la inexperiencia y la falta de herramientas adecuadas, ya que el pozo tenía unos 20 centímetros de tierra, el resto era piedra similar a las lajas. Iban rompiendo hasta que el pozo quedara listo.
Les hacían un banquito, para estar sentados. Cuando llovía, el pozo se inundaba. Con el casco sacaban el agua. El pozo tenía un techo, hecho con la capa que era el abrigo de ellos. Esas tricheras eran muy húmedas, y con el frío que hacía, Félix empezó a tener principio de congelamiento en los pies. En ese lugar llovía, nevaba “¡Caían unas heladas!’ recuerda. Estaban mojados, con frío. La ropa que tenía era insuficiente para estar en ese lugar con esas condiciones. Tenían borceguíes y botas de goma.
En ese hueco -de cincuenta centímetros de ancho- estaba solo, con un espacio para el arma, que era un Fal. Los demás estaban en huecos similares con espacio entre uno y otro de varios metros. Todos los días pasaban dos aviones y una vez ‘’bajaron” a uno que cayó sobre una central que daba electricidad a la isla. Desde ese día los pobladores no tuvieron luz. Los aviones no los veían, porque además de la capa, le ponían pasto y de esa forma estaban camuflados.
Otros pozos quedaban al descubierto y eran bombardeados por los ingleses.
A eso de las 5 de la madrugada, un barco los bombardeaba desde el mar. Ellos sentían el temblor de las bombas sobre los pozos abiertos. A las 6 de la mañana se calmaba el ataque.
Pasaron mucha hambre, nunca tomaron un mate cocido ni pan. Les alcanzaban la comida en una marmita. Siempre era un caldo, sin sal. “No había azúcar, no había yerba, no había nada’ dice. El caldo tenía un hueso de oveja.
Como estaba solo, en la noche saboreaba ese hueso que venía al mediodía. “De a poquito comía ese hueso y no dejaba nada’ recuerda.
Féliz llegó con 64 kilogramos, y volvió con 40. Parecía un viejito, con la piel pegada a los huesos. Cerca de donde estaba fallecieron cinco soldados y un cabo. No saben si explotó una granada o los ingleses los mataron a tiros. Debieron sepultarlos en la misma isla, en Bahía Zorro. En ese lugar vivía el cuñado de Margaret Thatcher. A ese hombre lo custodiaban ellos, estaba como rehén.
Durante la guerra no vieron ningún habitante de la isla. Les dijeron que cada casa tenía sótano y allí se protegían. Ellos les fueron sacando las verduras de las huertas. “Después –dice- cuando ya no quedaba nada, encontrábamos una papa o una cebolla podrida y la comíamos, el hambre era muy grande”. Recuerda que una vez vieron que un civil de las islas salió en tractor y pisó una mina. Cuando fue la rendición, salieron los habitantes y presenciaron el arrío de nuestra bandera y el izamiento de la inglesa.
En algún momento los llevaron al galpón, mientras se daban las últimas peleas. Caminando iban hacia Puerto Argentino y les dijeron por radio que la guerra terminó porque se habían rendido. Debían dejar todas las armas.
Félix vació toda su bolsa porque sabía que tenía una bala de Fal suelta. No la halló. Cuando estaba en el barco inglés -que los traía al país- en una revisión nueva: le vieron la bala. Mediante un traductor explicó que había revisado- al entregar su armamento -y no la halló. Pasó un mal momento porque pensaron que quizá quería atacarlos. Los ingleses, previendo cualquier agresión, les hicieron tirar toda su vajilla: plato, cubiertos, taza, al mar. Pusieron a dos soldados por camarote. Les daban la comida y seguían encerrados. Para ir al baño debían pedir por favor que los dejaran ir. Los trataron bien cuando los traían como prisioneros. Les daban una cajita de leche, un sándwich de carne seca a la mañana y a la tarde.
En el continente los esperaba el Ejército. En Unimog, los llevaron a un regimiento y les dieron de comer. Se sintió mal del estómago por comer mucho, casi con desesperación.
Luego los llevaron al Regimiento 8. Ahí ya les daban porciones menores para que no se descompusieran. Les hicieron jurar la bandera y les dieron de comer asado. En el Regimiento 8 les daban pan con la comida. Y habían extrañado tanto el pan que, por comerlo, dejaban de lado la comida. ¡Dos meses sin comer pan!
A la semana lo iban a dar de baja, pero en la revisión vieron que tenía los pies morados. Lo mandaron de urgencia a enfermería. Le martillaban los pies, le acercaban agua hirviendo y no percibía nada. Estuvo un mes en tratamiento. Le daban unas pastillas para que la sangre circulara. Le dijeron que, si en quince días no lograban algún indicio de sensibilidad, le debían cortar los dedos, porque tenía morado hasta los tobillos. A los diez días empezó a tener sensibilidad. En las mismas condiciones que él, sufrían unos veinte soldados más, a los que había que recuperar médicamente. Aun ahora tiene problemas en sus huesos, por el frío que pasó. Renguea por ese motivo. Le duelen mucho las piernas cuando se enfría. No puede andar sin calzado y a los pies siempre los tiene fríos. Al invierno lo sufre.
A sus padres les avisaron otros compañeros de la zona que él todavía no regresaría, porque quedó en recuperación médica. Cuando retornó a Córdoba, volvió en colectivo. Venían dos o tres ómnibus con soldados. Su padre lo fue a esperar cuando le avisaron que llegaba.
Apenas arribó a la terminal, Félix se fue a casa de un primo, que vivía cerca de la antena de canal 12. Su padre fue hasta ese familiar y se vinieron juntos. No traía plata, por lo que su padre debió pagar su pasaje. Cuando llegó a su casa se desorientó, se le cambió el norte por el sur. Su madre lo esperaba. Él le había escrito una carta que no le llegó, donde le decía: “Querida mamita, no creo que vuelva”. Por suerte no le llegó. Ellos eran diez hermanos y él era el varón más chico.
Cuando volvió de Malvinas, trabajó en el campo: arando, cercando, desmontando. Se presentó en varios trabajos, pero lo rechazaban por ser veterano, “un veterano es un loco de la guerra” sentía que decian. Al tiempo encontró trabajo en la Cooperativa de agua de Villa de Merlo (San Luis), donde estuvo veinticinco años. Le ofrecieron la jubilación anticipada y aceptó. Después se hizo su casa a la vera de la ruta, en el paraje cordobés de Cruz de Caña, pedanía de La Paz.
En ese momento del relato, su compañera acota que Félix tuvo depresión por causa de la guerra. Durante cinco años asistió a terapia. Empezó yendo cuatro veces al mes a un psicólogo de Córdoba. Después cada quince días. Luego una vez al mes. Se sentía mal, soñaba que estaba en las islas. Sufría de insomnio.
Una vez vino a su casa un compañero de la zona -veterano también- y le aconsejó ir al psicólogo y lo acompañó hasta Córdoba. Le hacía bien hablar con ese médico, porque no podía hablar como hace ahora, era muy cerrado. Terminó teniendo casi una relación de amistad con ese profesional: el Doctor Bertea. Recuerda que, mientras lo escuchaba, el médico tomaba un café chico muy fuerte.
Alguna vez dio una charla sobre sus vivencias en las islas, junto con Pérez, en la escuela del pueblo.
En la galería cálida de su casa, Félix se deja conmover por los recuerdos que le marcaron la vida. Luego de su relato, nos muestra fotos de su época de soldado, diplomas recibidos y medallas. Y, a pesar de todo el dolor, se muestra orgulloso de ese duro pasado en que defendió a la patria.
Fotógrafo: Daniel Murúa
Grabación: Mary Luque