Hugo Alfonso Oliva, nació el 02/07/1962 en Villa Dolores. Vive en San Javier
Hugo es de la clase 62. En 1981 le tocó la conscripción en Comodoro Rivadavia, en el Regimiento 8 de Infantería. Pasaron el año correspondiente al servicio militar. Ya en los primeros días de abril de 1982 le iban a dar de baja. De su compañía, que habían sido unos setecientos soldados, habían quedado unos 7, que eran los últimos a los que se les daría de baja. Ya estaban incorporados los soldados nuevos de la clase 63. Solo les faltaba un par de días, porque les habían dicho que el 3 de abril se irían. No recuerda si fue el último día de marzo o el mismo primero de abril- cuando tenían el izamiento de la bandera a las seis de la mañana en la plaza de armas, con el himno-que les habló el Teniente Coronel del regimiento y les dijo: “Soldados, hemos tomado las Malvinas e iremos a defenderlas”. Ahí se produjo en los soldados: “algarabía, saltaban, rompían filas que demostraban jolgorio y una alegría tremenda”. Pero ese contento fue hasta que dijo: “Vamos a ir a defenderlas y no piensen de volver, porque moriremos todos por esta causa’. “Eso fue como un balde de agua fría, hubo muchachos que se descomponían, lloraban y fue terrible que les hablaran de esa forma”.
Hugo hacía seis meses que no visitaba su casa. Había venido a los seis meses de ser incorporado, unos quince días- y desde entonces no había regresado. Empezó su sufrimiento porque según las palabras del oficial era posible que los mataran. Les dieron el armamento, el bolsón con la ropa y el día 4 o 5 de abril-no recuerda con precisión-los llevaron. El aeropuerto estaba al frente del regimiento 8, desde donde salían aviones a cada rato. En un avión Fokker-al que hace poco vio que lo dieron de baja-iban unos trescientos o cuatrocientos soldados sentados en el suelo del avión, al que le habían sacado las butacas. Cree que llegaron a Malvinas el día 4 de abril, pero se le esfuman las fechas, “nunca supo cuando volvió”. Ha querido recordar, pero le es imposible. Ante la pregunta sobre si alguien pudo comunicarse por teléfono para saludar y avisar a su familia, contesta que solo había un teléfono en el Regimiento, por lo tanto, nadie pudo avisar a nadie. Aparte nadie sabía nada. Se comunicaron luego por medio de cartas, desde Malvinas. Tiene una que le envió a su hermana. En ese recuerdo lo invade la emoción y a nosotrxs también. Cómo evitar compartir el llanto de quien vuelve a ser soldado en ese momento, mientras recuerda. Lo abrazamos y le proponemos detener la entrevista. Nos dice que va a seguir, “que siempre le pasa, que en su casa se encierra a llorar”. “Uno no deja de dar las gracias porque está vivo, ¿no?’
“Desde las ventanillas del avión, vieron partes heladas, se veía todo blanco”. Llegaron a Malvinas y el avión no podía aterrizar porque la pista era chica y estaba muy nublado. Debieron dar dos o tres vueltas, al ras del agua y al fin bajaron. Él estaba con Horacio Díaz, de Las Tapias: “Se abre la puerta del avión para bajar y había viento, frío y lluvia”. Tenían unas capas que el viento las levantaba y se mojaban. Recuerda que Diaz le dijo: “Oliva, de acá no volvemos más’. “Yo también lo pensaba, pero le dije que no dijera eso”. Los llevaron a un galpón, mientras oían cómo el mar golpeaba las piedras. Se pusieron uno al lado del otro, en el suelo, a dormir, y a la noche escuchaban disparos, gritos.
Al otro día los distribuyeron en los lugares donde debían estar. Hicieron los pozos de zorro en un lugar de montaña, donde tenían la vista del frente, desde donde llegaría el enemigo. El día que empezaron los bombardeos, él estaba de guardia desde las 9 hasta las 11 hs. Había diez pozos y diez soldados ahí de guardia y diez estaban atrás, durmiendo hasta que hubiera alguna novedad. Esa noche escucha un sonido que venía del mar, “un tuc, tuc, tuc” y silbaban municiones y se veía fuego: eran trazantes. Era que los ingleses estaban bombardeando las posiciones, porque ya los habían visto, desde 80 km, desde el mar. Ellos tenían unos cañones que llegaban a 60 km de distancia. Ahí ya se veía la diferencia entre el armamento de uno y otro combatiente: los ingleses disparan con cañones como si fuera una ametralladora, mientras que ellos debían recargar cada munición. Le preguntó a su cabo qué era eso y le contestó: “Soldados: recen, tápense, cúbranse, no podemos hacer nada”. Ellos veían cómo caían sobre las posiciones de otros soldados y se oían los gritos. Cada explosión caía sobre cada posición y se movía todo. El ataque se acercaba al lugar donde estaban y ahí el cabo les repite: “recen porque nos toca a nosotros”. Se agachó, se agarró el casco. Se pusieron contra la pared del pozo, con cada explosión les caía tierra y rezaron. Cuando el ataque estaba llegando a su posición, se cortó. Pensó “Nos dieron un respiro, la próxima nos toca a nosotros «. En realidad, es como que saltearon su posición y siguieron con las otras. “Esa fue la primera vez que no morimos”. Murieron un montón de soldados de la otra sección. Él cree que toda la situación lo superó y ya no sintió miedo, ni hambre ni frío. El nunca se imaginó volver. Hubo momentos en que no sabía de dónde había venido, quién era. Una de sus sensaciones era que le parecía que no pisaba el suelo, como que volaba y se preguntó hacia dónde viviría, y si no pisaba el suelo, podría caminar sobre el mar, para volver a su casa. Probó hacerlo y cuál fue su frustración cuando vio que se introducía en el agua y se hundía.
Cuando llegaron los ingleses, apenas se hacía la noche- o a veces de día-se gritaba alarma roja y aparecían los aviones que bombardeaban, mataban. Voltearon un avión y un helicóptero. Pero aquello era una carnicería. A veces el ataque los encontraba en el galpón o en las posiciones. Una vez él estaba cuerpo a tierra, tirando con un Fal y una munición inglesa mató a un soldado que estaba a su lado. “Yo me salvé otra vez de la muerte”. El hambre que pasaron lo compara con lo que le sucedía al volver de la guerra: le daba una desesperación por comer y tenía que saciarse en el momento. Comía rápido y se le pasaba.
Estaban en posiciones dispersas, en un lugar amplio. En el día -generalmente- no pasaba nada, nadie tiroteaba, a la noche sí, ahí era el terror. En Malvinas el día y la noche se parecían, las heladas eran como si nevara y como todo estaba blanco casi no había diferencia. Como él era de la clase 62, estaba un poco más canchero y pasaba por las posiciones cuando no pasaba nada. Los de la clase 63, que obedecían a rajatabla la orden de quedarse en el lugar sin moverse de ahí, le pedían por favor que les trajera algo de comer: “Oliva, dame comida, vos tenes, no nos querés dar”. El no sabía qué hacer porque no tenía para darles. Muchos de esos soldados murieron y él no pudo evitar sentirse culpable por no poder llevarles comida, que no tuvieron. El recuerdo lo vuelve a lastimar como entonces la impotencia. “Me sentía culpable sin serlo, porque la situación mía era igual a la de ellos”. “No comíamos nada”. Los ingleses carneaban ovejas y tiraban al mar las tripas, y eso comían. El nunca pudo comer, le producía arcadas, pero los demás soldados se peleaban por comer cualquier cosa, hasta carne cruda. Sí había comida. Cuando se terminó la guerra, quedó muchísima comida que no les dieron. Él fue con 70 kg a Malvinas y volvió con 53. Los isleños tenían ovejas y ellos a veces peleaban con los perros que las cuidaban para poder comer algo.
Más adelante tuvieron la orden de no disparar, pasaban aviones, helicópteros que no les disparaban tampoco. “¿Habremos ganado la guerra?”, se preguntaban. Les avisaron que se habían rendido. Ahí lloraron mucho porque todo lo que habían sufrido y vivenciado para “nada”. ¡Matar a los que mataron, para nada! Su dolor aun persiste cuando recuerda la noticia de la rendición. Pero pensaron: “Nos vamos a casa”, aunque en su caso no tenía idea de donde había venido a Malvinas, no recordaba las caras de sus familiares. Terrible fue lo que siguió a la rendición. Los subieron a helicópteros ingleses y los llevaron a un buque y los pasaron a un lanchón de desembarco donde entraron como setecientos soldados. El lanchón parecía un fuentón, arriba había soldados ingleses apuntandoles con ametralladoras. Cree que todo sintieron lo mismo: “que nos iban a matar y nos iban a tirar al mar”. Eso fue a la noche. En teoría los llevarían al Canberra y de ahí los llevarían al continente. Nadie creía que eso era posible. Cuando el lanchón se acercó al lado del buque, se notó la desesperación por subir porque todo el tiempo habían creído que los iban a matar. En el Canberra los subieron a camarotes donde había cuchetas. Les dieron de comer, los dejaban ir al baño, con una muy buena atención. Llegaron al continente y los bajaron en Puerto Madryn. Los ingleses los saludaron y les dieron un paquete de cigarrillos a cada uno “nos tenían lástima, sin duda”. El ejército argentino los cargó en Unimok y los llevaron al Regimiento de Comodoro Rivadavia. Allí se encontró con Eduardo Escudero, compañero de la zona, que estaba en la Compañía 37, que no fue a Malvinas. Ahí se percató que a veces se desconcentraba y no escuchaba, porque Eduardo le decía-mientras estaban conversando-: “Eh, Oliva, ¿me escuchas?’.
Cuando llegaron al Regimiento, les dieron de comer en platos chicos, con cucharas chiquitas. A la noche lloraban de dolor de estómago, porque no podían comer por haber pasado tanto tiempo sin hacerlo. Los tuvieron una semana, sintieron que los querían recuperar: “como nos iban a recuperar en una semana?”. Él sabe que a muchos les hicieron firmar que no podían contar nada. En su caso, nadie le hizo firmar nada. Al cabo de esa semana, les dieron dinero y los enviaron en colectivo hasta Córdoba. Iban a parar en la Terminal de ómnibus, pero como todos sabían que estaban llegando era un mundo de gente y no se podía avanzar. Por ese motivo cambiaron el lugar de llegada. No sabe donde los bajaron al final, no lo recuerda. Si recuerda que la gente llamaba por los nombres a uno y a otro. Y escuchó que alguien dijo: “Oliva!’, cree que era Quique Rojo. Oía a madres llamando a sus hijos. “Fue tremendo bajarse del colectivo, porque entre los que llamaban, los que se querían bajar, todos lloraban”. Los militares armaron un túnel entre ellos y el colectivo para que pudieran bajar. Hugo se fue a la terminal con Horacio Diaz. Hablaban entre ellos y se reían. Reconoce que nunca perdió del todo la conciencia. Se sentaron en la Terminal a comer, pero les dio vergüenza pedir comida. Se levantaron y se fueron sin comer. No se animaban a llamar por teléfono. Después de un buen rato de estar en esa incertidumbre, de no saber qué hacer, Horacio recordó el teléfono de una tía y la llamó. Ella los vino a buscar. La tía les había preparado empanadas y “no pudieron comer, porque no se atrevían después de lo que había pasado!”. Para colmo la mujer les dijo varias veces: “¡Ay chicos, pobres!”. Se fueron a dormir sin comer.
Al otro día los llevaron hasta la terminal, les sacaron el boleto, les dieron plata y se vinieron. Él le avisó a su hermana Laura, que vivía en Las Rosas, que se iba a bajar en su casa. Recuerda que a la casa de su hermana lo fue a buscar don Licho, porque antes de hacer la colimba trabajaba con él. El Licho lo lleva a San Javier y lo deja en su casa. Al llegar sintió todo raro. Vio un aguaribay y preguntó: “y ese árbol, por qué está ahí?’ y notaba que toda su familia se afligía por el estado en que estaba. Todos lloraban y les preguntaba: “por qué lloran?”.
Después se casó. En la familia que formó, siempre estuvo solo con este tema. Hace poco le pregunto a uno de sus hijos: ¿por qué nunca me preguntaron, por qué nunca me saludaron, me abrazaron? y le contestó: “porque no te queremos recordar nada”, y Hugo dice “por ahí tienen razón, no se animaban”. Lo que ha necesitado es que lo acompañen preguntándole, consolándolo, porque de lo contrario se ha sentido casi ignorado. A quien agradecerá siempre por el acompañamiento recibido cuando se sentía muy mal, es a Luis Pérez, que es otro veterano que vive en La Paz. Muchas veces lo ha llamado a las 3 o 4 de la madrugada cuando se sentía muy mal. Hablaba con él 10 o 20 minutos y se tranquilizaba y se podía dormir. A veces lo llamaba noche tras noche. Cree que tanto él como la esposa de Luis le han salvado la vida, al contenerlo cada vez que necesitó. Porque quien se suicida, no es porque tenga coraje. Él ha pasado dos veces por situaciones límites, donde la única opción parecía ser la muerte. La sensación es que caía en un pozo depresivo, pero pudo salir. Le daba terror cuando le sucedía eso. Cree que a otros veteranos les pasó algo así y no lo pudieron controlar. Le da miedo pensar que volvería a pasar por lo mismo, volver a tener esa lucha que lo ha desesperado.
A nivel nacional, también le ha dolido que siempre han sido ignorados. Sabe que muchos veteranos se han suicidado porque no tuvieron contención de nadie. El sueldo que reciben no es mucho, pero reconoce que sirve. No hay el reconocimiento que deberían tener. Habla del Anexo 40, que existe en muchos países del mundo, que habla de un grado de discapacidad que tiene toda persona que ha vivenciado una guerra, puede ser física o psicológica. La aplicación de esa ley aquí no se ha dado. Cada logro que tienen es porque lo han luchado; tenían una cobertura social muy importante de atención sanitaria en el Cardiológico de Córdoba, pero como no se ha pagado en término, ya no disponen de esa atención. Entonces muestra una de las secuelas físicas que tiene de la guerra: por el frío tuvo una infección en los cartílagos, esa infección “le comió los cartílagos «, entonces da hueso con hueso, en el empeine de su pie. En su caso uno de los huesos se ha ido para adentro, lo que provoca una dureza, que se le lastima y que a simple vista parece hinchada, deformando el pie. En marzo de 2020, consiguió la prótesis de titanio para hacerse la operación que correspondía. Pero llegó la pandemia y ya no pudo concretarse. No sabe cuál será la situación con esa cobertura en el Cardiológico, porque ahí estaba el traumatólogo que haría la cirugía. No puede usar cualquier calzado, es el llamado pie de trinchera, solo que en su caso ha sido leve, porque a otros debieron cortarles los dedos o el pie. Tiene problemas para caminar y “extraña las idas al Champaquí”. Toma antiinflamatorios para calmar el dolor, pero como le terminan afectando el estómago, “me banco el dolor”.
Cuando la conversación ha avanzado lo necesario para transmitirnos su historia dice, como al pasar: “Aquí estamos”. Nos sacamos una foto los tres: Daniel Murúa, el fotógrafo que comparte esta entrevista, yo, que escribo este recuerdo y Hugo Oliva, veterano de San Javier, que llegó a contarnos sus recuerdos, trayendo el regalo que otro de sus hijos le hizo hacer hace poco: un cuadro con las Islas Malvinas y el nombre de Hugo como soldado orgulloso que participó de esta contienda.
Fotógrafo: Daniel Murúa
Grabación: Mary Luque